Damasco, la milenaria, sobrevivió a una feroz guerra.

Damasco, SANA

Al salir del café Al-Havana en el área de al-Basri, hacia la izquierda Damasco se extiende moderna, occidentalizada, dinámica; a la derecha el caminante se adentra en su rica historia de más de cinco milenios.

Golpeada ocasionalmente por mortíferos ataques terroristas suicidas, carros bombas y coheteriles, la capital siria -firmemente defendida con braveza por sus habitantes y el Ejército- logró sobrevivir a la guerra y prosigue hoy vibrante su vida indetenible.

Con el monte Kassioun de trasfondo, su humilde pueblo colgante que tal parece que se despeña ladera abajo, la urbe, la ciudad habitada más vieja del mundo, exhibe una singularidad única que la enriquecen la afabilidad y amabilidad de su amistosa y culta gente.

Y desde lo alto del Kassioun, cual vigilante protector, se observa impresionante, vasta; no importa la hora del día, es simplemente un panorama espectacular que se extiende más allá de sus límites hasta que la vista alcance, como constó Prensa Latina.

MEZCLA DE COSTUMBRES Y RELIGIONES

Damasco es un gran mosaico de costumbres y religiones en las que se entrelazan las manifestaciones cristianas, la mayoría iglesias ortodoxas, con las diferentes escuelas en las que se dividió el islam, sunita, shiita, alauita y en menor grado drusos; y todavía está en pie lo que fue el antiguo barrio judío.

Las 700 mezquitas, grandes y pequeñas, modernas o antiguas, y casi una treintena de iglesias y templos cristianos dan fe de la enraizada espiritualidad de esta urbe y de sus gentes, entre las que hay también libres creyentes y seculares.

En la Ciudad Vieja con sus estrechas calles, callejones y vetustas casas tal parece que en ella se detuvo el tiempo. Es zona prolífica en hechos históricos, y guarda cuidadosamente las huellas de esos acontecimientos.

Es como un gran laberinto; cuando pareces conocerla, te percatas que estás perdido de nuevo; confunde, te mantiene atrapado en sus misterios, y dejas entonces llevarte por su magia singular.

Randa, una damacena de exquisita finura y encantadores ojos color café, aseguró a Prensa Latina que “nadie se pierde en Damasco; solo caminas y encontrarás tu destino”. Tiene razón, porque esta mítica urbe es también sensual y limpia como su gente.

Aquí vivieron los apóstoles Santo Tomás y San Pablo, el gran peregrino del Cristianismo, quien fue bautizado y convertido en el año 36 por San Ananías en su capilla, donde ahora se encuentra el nicho con sus restos, perfectamente conservada no lejos de la Puerta de Sharqi, el mejor conservado de los siete grandes portones de la muralla romana que rodeó a la Vieja Ciudad.

LA MILENARIA MEZQUITA OMEYA

La milenaria mezquita Omeya, construida en el año 705 de nuestra era dentro de lo que fue la principal fortaleza romana en la Tierra Cham, conserva -en su salón de oraciones musulmanas- una reliquia del cristianismo, el sepulcro de Juan Bautista quien bautizó a Jesús y con ello daba inicio a la era cristiana.

Singular simbiosis entre dos religiones que a lo largo de la historia algunos han aprovechado para resaltar su antagonismo.

En su patio exterior, donde desafían el tiempo columnas, cornisas, umbrales y arcos romanos, está el santuario a Saladino, valiente sultán que enfrentó y venció a los cruzados.

Y atravesando la pequeña plaza de enormes adoquines, que se extiende ante la puerta principal de la mezquita, está lo que queda de las columnas, puertas y enormes arcos que pertenecieron al Templo de Júpiter, el gran Dios para los romanos.

Ahí, comienza el mercado Hamidiyeh, un bulevar edificado en 1780 con techo de tejas metálicas en forma de arco de más de un kilómetro de largo en el que se aprietan grandes y pequeños comercios cuyo ritmo de vida depende del latir mercantil del momento.

No lejos está el aromático Bzoorieh, el comercio de las especias, toda una tentación a los sentidos, y le sigue el antiguo mercado de las armas, hoy singular bazar de joyerías donde brilla el oro en sus diversos quilates.

A ambos lados de la Vía Recta, milenaria calle citada en la Biblia que comienza en la Puerta de Sharqi, hay a todo su largo bloques, trozos de columnas y cornisas, reminiscencias de lo que fue el cuartón romano de Damasco; tal parece un museo arquitectónico a cielo abierto.

En esa zona se puede escapar de la agitación y ajetreo diario que impone la vida moderna; al salir de ella a las avenidas al-Thawra y 29 de Mayo hacia la Plaza Saba Bahrat, la de las Siete Fuentes, o a la Plaza Marjeh, y calles colindantes, o al bulevar Al-Hambra cambia el movimiento; este se hace dinámico, el tráfico se congestiona, la vida se acelera.

Los transeúntes se ven absortos en sus pensamientos, ya sean preocupaciones por la situación de conflicto que viene viviendo el país, laborales o familiares, planes, proyectos, tareas aún por cumplir o acometer.

Los jóvenes, mientras, se aferran a sus coloridos celulares, reproductores de música o a sus computadoras portátiles, a las últimas manifestaciones de la moda y también a sueños por lograr que no ha podido matar la inquietud de una década de crisis.

DAMASCO

El nombre de la urbe, Damasco, apareció por primera vez en la lista geográfica de Thutmose III en el siglo XV antes de nuestra era, pero los historiadores no se ponen de acuerdo sobre su origen y significado, y de esto se despreocupan sus seis millones y medio de residentes, que a través del tiempo la han llamado Ciudad Jazmín.

A lo largo de la avenida al-Mezzeh, como en otras zonas del centro, el noroeste y oeste de la ciudad han florecido los cafés, algunos de gran glamour, donde fumar “nargire”, típica pipa árabe con su picadura de frutas, es una pasión para comensales de los dos sexos, aunque algunos de estos sitios son solo para hombres.

Cuna de varias civilizaciones como la aramea, acadia, asiria, griega y romana, en los últimos tiempos la ciudad busca absorber la modernidad, evidente en la línea constructiva de nuevos hoteles, edificios de apartamentos y de uso público, tiendas y hasta enormes hipermercados.

“La ciudad encierra una pasión, un deseo de cruzar nuevas fronteras, sin necesariamente perder su propia identidad árabe”, sugiere al cronista el joven poeta Abed Ismael.

“Sin embargo, para mí Damasco sigue siendo un enigma envuelto en su propia niebla angelical, una ciudad más vieja que el tiempo, que teje continuamente a puerta cerrada sus propias historias aún por contar”, añade el también profesor de literatura en la Universidad de Damasco.

Su percepción no está equivocada, nota y siente el caminante extranjero que intenta penetrar en el vasto y maravilloso mundo damaceno, perturbado aún, lamentablemente, por un conflicto maquinado por grupos de intereses políticos y económicos allende a las fronteras sirias.

Fuente: Prensa Latina

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